Huyendo del rojo



Pachas, Huánuco - Perú

Corría con todo el resto físico que le quedaba. Una piedra cayó en su espalda. No lo dañó, le generó más energía. Tal vez era el susto o llegar a su destino. La escapatoria de aquella amenaza estaba cerca. Entró al campo inundado de vegetación, sabía que sus pisadas marcadas en el barro dejarían prueba de lo sufrido. Había corrido casi 2 kilómetros, casi desde el pueblo de Llata.

El camino había sido recto y, en ocasiones, en subida. La lluvia seguía cayendo, él corría. A lo lejos se escuchó una sirena de algún carro policial. “Son ellos. No se van a detener”, pensó. Con sus manos se abría paso entre los matorrales, arrancando plantas de choclo, tropezando y escondiéndose para no ser atrapado.

- ¿Quién anda ahí? – gritó una voz femenina. Un poco mayor de edad, notó.

Silencio.

- He dicho, ¿quién anda ahí? Quien sea, salga inmediatamente. Esta es mi propiedad. – parecía que la mujer trataba de parecer seria, aunque percibió su miedo. 

Extrajo la comba de piedra y madera vieja que tenía amarrada en la cintura. Tenía que huir, no podía quedarse y menos atrapado por una anciana. Se deslizó suavemente por los matorrales, como si fuera el mismo viento. La anciana, desde algún lado, dio una orden que no pudo escuchar bien. Tuvo que detenerse. Escuchó algo correr, alguien se acercaba. Una respiración fuerte y, finalmente, ladridos. 

- ¡Demonios! Maldita vieja – Aceleró el paso. Venían los perros y parecían no estar amaestrados, pero si bien criados y acariñados con ese lugar. 

Los ladridos sonaban más fuertes. Estaban acercándose. Tuvo que cambiar su ruta hacia el este. Tenía que salir de ese lugar y cruzar el muro que daba a la propiedad de la familia Domínguez Rojas. Él conocía toda la población de Pachas. No era difícil, era un lugar pequeño en medio de la olvidada sierra peruana. La lluvia volvía pesadas sus zancadas, la anciana había estropeado su plan. Corría con toda la velocidad que podía. Sintió un mordisco en la pierna. 

- Carajo – sucumbió ante el dolor. Un perro lo había alcanzado y preparaba su segundo ataque. Calor en su pierna, caía sangre y una hinchazón que comenzaba a molestarlo. Más ladridos venían cerca. – Tengo que huir – exclamó suavemente antes de que el canino volviera a lanzarse sobré él. 

Estuvo preparado. Levantó el brazo y aplicó un combazo a la cabeza del animal. Hubo un grito agonizante. El perro adolecía, aún vivo, caído sin poder volver a pararse entre cuatro patas. Emanaba sangre.

Tuvo miedo. Era la primera vez que mataba un animal. De niño odiaba verlos sufrir. Más cuando su padre, cada festividad anual, lo llevaba a las corridas de toros y obligaba a ver las peleas de gallos. Siempre pedía a su madre no ir, pero un jalón de orejas recibía por no ser obediente. 

- Ve acompaña a tu padre, o ¿quieres quedarte a lavar ropa? – sinceramente, él prefería eso - Mira cómo juegan con los toros, cuando seas grande podrás participar. – nunca lo haría, se prometió.

Encontró el muro tan mohoso como siempre. Recordar su infancia, le sucedía últimamente. Decían que era premonición de muerte. Alzó sus brazos, sentía las piedras que se habían combinado al barro para construir ese muro. La lluvia lo estaba destruyendo lentamente. Se impulsó, al momento de escuchar otro ladrido cerca. Estaba agitado y el miedo se apoderaba de su cuerpo. “Un salto más”, pensó. 

Cayó sobre la hierba espumante del campo de la familia Domínguez. Ellos nunca venían por la noche y no tenían animales. Pasaría la noche ahí, o eso creyó. Vio una luz roja desde arriba. El campo de los Domínguez estaba en bajada, la puerta de entrada era por un sendero que era peligroso bajarlo por las noches. 

- Estás acabado Chambivilca - rugió una voz masculina, con mucho odio – No estarás muerto hoy, pero sufrirás todo lo que debes, muy lentamente. 

Volteó y busco otra salida. Quiso regresar donde la anciana. Escucho perros al otro lado del muro. Saltaban, sabían que estaba ahí. Tomó su comba. Era vivir o morir. 

Fue en subida por el campo. Tenía que afrontar su error. Alguien tumbo la puerta de entrada, el sonido despertó a las vacas y cerdos. El ruido general se hizo fuerte. La lluvia se puso tensa, dura. Caía como rayos en su cuerpo. Con la comba en la mano prosiguió subiendo. Luz brillante y roja provenía desde un costado, en la parte superior. Suponía que esa era la entrada a la casa. Vaciló, retrocedió. No lo pudo hacer.

- Te lo dije, estás acabado –el olor a sudor y cigarro se introdujo por sus fosas nasales, hasta dentro de su alma. Sólo pedía que Sendero no lo degollé o deje colgando como un perro.

[Continuará] 
Mr. Jara

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