Presta atención. |
La oficina se encontraba típicamente vacía durante los días de verano. Nadie llegaba temprano. El único allí era Ernesto Vera, el apodado ‘cuidador’. Esa mañana se preguntaba porque tardaban tanto los redactores, se suponía que era un medio de comunicación. “Los tiempos cambian”, pensaba.
De todos modos, no era cuestión
suya hacerse problemas por ello, su labor solo consistía en esperar a Pablo
Mendoza, responsable de la seguridad durante el día.
Solo en ese apartamento se puso a
analizar su existencia. “Realmente no puede ser peor”, objetaba. Había
pasado prácticamente toda su vida deseando ser algo importante; ser alguien que
inspirase a la población con ideas, pensamientos y sobretodo con actitud
mostrada a través de liderazgo. Desde joven intentó hacer aquello. Influenciado
por su familia, responsable de su crecimiento ideal en sus inicios, supo lo que
se sentía ser importante. Pero todo se interrumpió de un momento a otro. A
Ernesto ya no le apetecía hacer nada, solo terminar su vida teniendo sobreviviendola.
El reloj marcaba las siete y
cuarenta y cinco de la mañana. Se puso en pie y camino por alrededor de las computadores.
Reconfortaba imaginar lo que tal vez hubiera hecho en esas máquinas. Un cuento,
tal vez, o, quizá, un reportaje que amerite la renuncia de alguien en un alto
cargo. Sueños que nunca se cumplieron y tampoco se cumplirían. Era una pena
para Ernesto. Conformarse con ser vigilante no era lo que esperaba. De repente,
la puerta sonó.
- ¿Alguien ahí? – exclamó alguien
- Busco a Samuel Cárdenas.
El hombre tras la puerta transparente
era un total desconocido para Ernesto, pero escuchar ese nombre lo confundió.
- Disculpe, hace un buen tiempo
no trabaja acá – refutó.
En octubre pasado, Samuel
renunció por una discusión con Fernando Portocarrero, director del periódico.
Fue algo extraño. Gabriel Muñoz, un
redactor del turno tarde, le contó que la pelea se ocasionó porque Samuel había
descubierto algo sobre un crimen que, al parecer, el director no quería indagar
a fondo y menos publicarlo. Era raro debido a la trayectoria de Portocarrero,
un hombre que en sus más de 20 años en prensa era reconocido por su
determinación en sacar a la luz lo impublicable.
- Puede que le consiga su número.
Vuelva más tarde. – añadió con amabilidad al tiempo que se aproximaba un poco
para observar al hombre con detenimiento.
- Curioso. – respondió en aparente
semblante burlón y serio. – No se preocupe. Ya no sirve de nada. – el hombre
miró con fijamente con sus ojos marrones a Ernesto antes de partir y
desaparecer por la puerta principal de salida. – Suerte.
Esa última palabra dio una
sensación de peligro a Ernesto. Ya se sentía extraño tras esa breve conversación,
pero trato de omitirlo como siempre lo hacía. Camino pensativo sin importarle
el tiempo y la inasistencia de los demás trabajadores: “Ni siquiera le pregunte
su nombre”. Ya se imaginaba lo que le iba a decir después Pablo: “Eres muy
confianzudo”. Sin embargo, no le importaba. ¿Por qué el extraño le deseo suerte
en lugar de decirle adiós? Dio media vuelta y avanzó donde estaban las computadoras.
Encendió una de ellas y se perdió en su visita a internet, sin percatarse del
papel tirado al costado de la puerta hace unos momentos. Sin duda, Ernesto
tendría un largo trabajo aún.
Mr. Jara
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